lunes, 23 de marzo de 2015

El que espera

Siempre me ha llamado la atención la gente que espera, el mundo está lleno de ellos, en los aeropuertos con caras de desarraigo, en las plazas sentados sobre sus propias canas e historias, gente que espera en las escalas del metro como esperando a cruzarse con el amor.
Esta mañana decidí esperar junto a uno de ellos y en las escalas del metro Bellas Artes me senté a esperar, mientras el mundo pasaba por delante mio, esperé viendo pasar los minutos uno a uno -odio no poder fumar cuando espero- mi pierna agitada y la sensación de que mi teléfono vibraba me desconcentraban, a mi lado aquel que esperaba lo hacía tranquilo como sabiendo algo que yo ignoraba, al pasar poco tiempo, no se, dos horas, comencé a aburrirme como ostra y me desesperé, dos horas de retraso en la oficina no sonaban bien, cuando algo increíble pasó.
De entre una fantasía flúor multicolor vi pasar a tres asiáticas, las tres con caras de entre hinata, usagi y tomoyo, a cada paso que daban su misteriosa alegría desbordaba en mi ánimo, guardando en su expresión secretos que gritaban consignas que para las que mi cabeza no tenía traducción. Tras ellas dos mapuche de sexo indefinido paseaban lágrimas con olor a esos canelos de hojas blancas que anuncian la llegada de la tormenta. Una entrepierna abultada, unas pechugas sin mucho bulto, cuatro enanos y dos ciegos, una chica -o era un chico- con un cachorro corriendo por las escalas, dos escolares gritando ternura, quise gritar también pero por ser adulto me lo tragué, siete lágrimas comenzaron a caer de mis ojos de mujer nostálgica cuando vi pasar al amor de mi vida de la mano con el otro amor de mi vida. Mi vida misma pasó caminando de la mano de la muerte que no sabe de amores mientras mis pies se refrescaban condescendientes en el lago que formaban ya mis siete lágrimas.
Tan fría era el agua del lago que dejé de sentir mis pies, la fiebre comenzó a subir por mi cuerpo, quise pedirle ayuda a mi compañero de espera pero se había ido con la puta que hace quince minutos había venido a cobrarle tres besos, la gente al pasar me miraba con una mezcla de compasión y repugnancia, las asiáticas me miraban -o tal vez no- mientras los mapuche bailaban a mi alrededor entonando verdades para las que nunca estuve preparado, cuando, sin aviso, perdí la vida sin que médico alguno se excusara con mi familia.
Mi teléfono volvió a vibrar -esta vez supe que vibraba realmente- mi jefe preguntando donde estaba, así que sequé el lago de mis siete lágrimas, me despedí de todos y así, con una vida menos, y cinco dudas más, me fui a la oficina.
L.P.Q.L.N

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